Texto integral
De camino hacia aquí, gran refugio de mis invenciones efímeras, tuve la sensación de haberme perdido el paso del tiempo. Todo cambió allá afuera sin que yo me diera cuenta de ello, lo que indica que he estado mucho tiempo distraído conmigo mismo. No es que esto me alarme, al contrario, me da gusto saber que cada día me conozco más. No sé si ustedes se acuerdan, pero, hace mucho, no había todas estas naves industriales por aquí cerca. Yo recuerdo que lo único que había en este lugar, que inicialmente me parecía inhóspito, pero a su vez fascinante debido a su carácter semidesértico, era esta fábrica enorme orientada de este a oeste que, con el pasar de los años, me encargué de prolongar a través de una serie de módulos conectados entre sí, idénticos a este edificio, construidos hacia los cuatro puntos cardinales. Como saben, en cada uno de estos módulos se fabrican diferentes tipos de sombras clasificadas según su color: hay un módulo para las sombras negras —que es en donde estamos ahora—, uno para las sombras azules, uno para las sombras rojas, uno para las sombras amarillas y uno para las sombras multicolor. Dentro de estos ambientes, como muchos de ustedes han podido apreciar, se han dispuesto una serie de muros y plafones móviles, de formas y tamaños diferentes, que alojan a las sombras producidas por la interacción entre varios objetos, colocados según mis intenciones, y la luz artificial, irradiada por los reflectores, o natural, que entra desde las claraboyas. Independientemente de la invasión de otras edificaciones, este lugar sigue siendo muy silencioso, un verdadero santuario para las sombras. Lo único que se oye constantemente son las gotas de agua que caen delicadamente en los pequeños espejos de agua circulares que hay en el suelo.
En fin, yo sé que quienes vinieron para comprender el porqué de mi trabajo esperaban encontrarse con un hombre bastante introvertido. Pues no. Yo soy como cualquier otro: tengo esposa, hijos, nietos, amigos, enemigos y hasta un perro que me acompaña a caminar todas las mañanas. Tengo una casa en la ciudad y otra en el campo. También tengo esta fábrica de sombras. Como habrán notado en mis palabras, poco o nada de lo que se ha dicho sobre mí es cierto: que soy un tipo solitario, que soy un loco, que vivo en la calle, y tantas otras tonterías que se le ocurre a la gente con tal de pasar un rato ameno.
Verán, el verdadero motivo de mi trabajo es el de exponer mi visión del mundo a través de una de mis teorías que trata sobre la existencia de tres espacios con los que hemos convivido desde siempre: el espacio interior, que se refiere a nosotros mismos y en donde todo es posible; el espacio exterior, que es todo lo que nos rodea y en donde siempre ha habido límites; y el espacio imaginario, que es el que hemos decidido delimitar convirtiéndonos en grandes inventores. Aquí hay que aclarar una cosa: el espacio interior y el espacio imaginario no son lo mismo, al menos no desde la perspectiva que me he figurado y con la que he trabajado desde hace mucho. El primero es intangible pero existente, como los archivos de una computadora; el segundo cobra vida solo cuando interactuamos con el espacio exterior, es decir, cuando nos animamos a producir algo que puede ser tangible o intangible. Ahora bien, seguramente esto es algo de lo que muchos se percatan casi siempre de manera inconsciente. En mi caso, desde que tomé consciencia de ello, tuve la intención de inventar y reinventar lo inmaterial. Por eso, desde que concebí mi teoría sobre los tres espacios —interior, exterior e imaginario— quise fabricar algo que tuviera un significado dúplice. Por una parte, el producto de mi trabajo tenía que partir del mundo de las ideas aún desconocidas de mi interior, para que después tomara forma en el exterior de manera incorpórea; por otra parte, tenía que ser algo con lo que todos estuviéramos íntimamente relacionados, pero que a su vez pasara desapercibido. El resultado: hice de las sombras los personajes principales de mis obras para representar lo que creo que es digno de ser mostrado, aunque sea fugazmente, ya que ninguna de las figuras que hago supera la noche. Cuando se apagan las luces, simplemente dejan de existir. Al día siguiente, hago otras diferentes.
Ayer se me ocurrió hacer mi versión de La última cena. Nada de religioso. En realidad, vinieron unos amigos coetáneos a cenar a la fábrica; y pues uno nunca sabe cuándo será la última. Logré convencer a cada uno de ellos para que optaran por una posición cómoda y natural para dirigir los reflectores hacia sus cuerpos. Éramos diez personas en total, por lo que se me ocurrió utilizar el muro decágono del módulo multicolor. El fruto, que considero interesante, fue un gran cuadro de sombras humanas coloreadas.
También las hago con la luz del sol, aunque duran poco. Ahí hay que tantear bastante al astro para agarrarlo en el momento justo. Lo único que hace inmortales a mis obras son las fotos que toman los aficionados. Aun así, estas tienen una vida muy corta, pues, cuando quedan atrapadas en un cuadrángulo, estas solo son capaces de producir una sombra rectangular que tiende a deformarse. A mí, la verdad, me tiene sin cuidado si quedan en el olvido. De esta manera puedo inventar nuevas formas.
Bien, hemos llegado al punto en que yo les muestro mi trabajo más reciente. Veamos si se reconocen. Esta obra se llama Nosotros vistos desde el cielo. Les pido de favor que miren debajo de sus pies para que puedan apreciarla mejor. Esta otra se llama Nosotros vistos desde el oriente. Vean a su izquierda. Si gustan, pueden saludarse a ustedes mismos o hacer otros movimientos. Esta de aquí se llama…